Yayo

Como todos los años, llamaron a la puerta, siempre lo hacen cuando mis sobrinas están bien lejos de la entrada, y mi madre fue a abrir asombrándose con grandes alharacas del montón de paquetes que alguien había dejado en el rellano. Paula, de cinco años, ha ido corriendo como una bala, María, que ya tiene ocho, ha sonreído, ha puesto los ojos en blanco y se ha esforzado en contentarnos un año más para que sigamos creyendo que sigue creyendo en los Reyes Magos. Entre todos los paquetes de muchos colores y tamaños, había uno alargado y estrecho en el que ponía Yayo. Él, sentado en una silla, lo ha cogido con cara de resignación preguntándonos a todos “¿qué será?”. Paula enseguida ha ido a su lado y le ha dicho “¡a ver, a ver, yayo, a ver qué es!”. Era un bastón. El resto hemos aplaudido como corresponde tras la rotura de los papeles estampados y los lazos almidonados, pero esa rotura ha sonado muy dentro de mí.

Hay una foto a la que le tengo especial cariño. Yo aparezco rubia, rubia, con el pelito muy corto en brazos de mi padre. Esa niña tiene un año y luce feliz en unos enormes y fuertes brazos que la protegen del mundo, del mundo malo. Hace mucho tiempo que no me sostiene en brazos, hace mucho tiempo que me pegó aquel bofetón cuando me vio bajar del coche de uno de mis novios, hace mucho tiempo que le llevaba verdura del huerto a escondidas a mi hermana a pesar de que mamá se lo había prohibido como castigo por vivir en pecado con su pareja, hace mucho tiempo que no pruebo sus estupendas sardinas de cubo con tomate, hace mucho tiempo que no le digo lo mucho que le quiero.

Este año, los Reyes Magos me han partido el corazón. 

© Anabel

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